Afuera corre el viento, chocando inmortal contra los carros de la avenida, rodeando los postes y los bolardos, caminando sobre los cables y las bancas y los andenes. Se mece por los columpios, acaricia a los copetones y a las palomas, se vuelve paracaídas de las semillas de los dientes de león del parque, enfría la cara de una anciana que pasa la tarde afuera, hace un remolino de zancudos y tropieza con la grieta que ha dejado un temblor en alguna casa de un barrio silencioso.
Un perro sentado en un andén, la oreja derecha alerta, la izquierda dormida. Sus patas delgadas, una quebrada. Sus ojos solemnes, eternos. Observa la nada y el todo, la toda y el nada. Le llega el aroma de un caldo, de la tierra y de un gato, percibe la lluvia a lo lejos, un cuervo muerto en la calle y el espectro de un viejo estampado contra el pavimento desde hace un año. El perro no siente nada. Tiene hambre, pero sabe que tiene que cumplir con su labor de observador antes de ir a buscar comida. Es como un dios, de cierta manera. Su mundo solo existe en la medida en que lo va descubriendo. Es el creador de cada escena, cada cuadro, cada línea de su vida. De su perra vida. El perro observa.
El viento se viste de sol, de lluvia y de tarde, le da una voz a los espíritus que guarda la ciudad, convierte en tempestad las calmas aguas de una falda, ejecuta hojas secas y suspira por las que se mantienen. Replica olores, olfatea las plantas, empuja cuan Sísifo las nubes.
Acaricia al perro. Y él bate la cola y sigue con su endiosada misión.