193b

El ronroneo del motor no me deja dormir. Por lo general tomo una siesta cuando voy en bus,  no sé por qué, pero el día de hoy simplemente no puedo. Ya he dicho que es por el escándalo del motor, que con sus bramidos metálicos parece discutir con la carrocería que lo esconde, pero en el fondo sé que esa no es la razón de mi insomnio.

Miro alrededor. En el bus hay dos personas más: una mujer que asoma a la ventana de vez en cuando, y en todo semáforo rojo echa un vistazo a su celular. Siempre es igual, y a pesar de que no recibe ningún mensaje, en cada parada desbloquea el aparato y lo revisa, «por si acaso». También hay un hombre aquí dentro, es algo robusto y tiene barba y gafas oscuras. No lo puedo ver bien por encima de los respaldos rojos de la cojinería, pero distingo un audífono en su oreja. Me pregunto qué estará escuchando. Es mentira.

No se oye nada más que los sonidos regulares de un bus, el serpenteo de las puertas al abrirse, el traquetear interno del freno de mano al ser removido, la carcasa entera del bus desbaratandose y volviendo a su forma en cada irregularidad de la vía, y uno que otro «este hijueputa» que susurro a nombre del conductor. Me reprocho el no haber traído algún libro, incluso recuerdo en qué lugar de mi cuarto dejé el pequeño volumen marrón de poesías de Bécquer que me proponía a terminar hace una semana. Intento encontrar entre el guayabo y el cansancio que dan vueltas en mi cabeza, algún verso para saborear mientras se relata mudo dentro de mi boca.

«Daría los mejores años de mi vida, por saber…» algo así narraba, pero no lo recuerdo.

El bus avanza abrupto; se atraviesa por aquí y se pasa por allá, gira por esta y frena en plena, y así repta por entre las calles de una ciudad abrumadora, que parece a su vez, rugir con un motor de hierro, como una bestia muisca recién colonizada.

Yo ya me olvidé del tema del poema, la verdad no puedo concentrarme en él. Ni en él ni en nada. Sólo en aquello que me mantiene despierto. Es uno de esos problemas que vacían el corazón, como una bañera cuando, rebosante, es despojada del tapón y se drena, entre remolinos de mugre y jabón. Miro hacia afuera y veo que una docena de gotas cubren el cristal.

Está lloviendo…

Estoy confundido, adormilado y vacío, vaya desastre de ser el que tenemos aquí, eh? Y no tengo algo para distraerme, en qué pensar, en qué sentir.

Las agarraderas del bus bailan sincronizadas, y olean de lado a lado bajo las barandas que las sostienen, y no sé cuando, pero el bus se ha quedado solo, y yo, no sé para dónde voy.

Me bajo en mi paradero, a la vez que me despido en voz baja del hombre barbudo y de la mujer del celular, y ando las dos cuadras que me separan de mi  casa rápidamente. Odio quedarme quieto, porque entonces me pongo a pensar en muchas cosas, pero cuando camino rápido las razono, lo cual es mucho peor. No puedo dejar de pensar en aquello, y me desespera. Llego a mi cuarto sin entrar a mi casa, dejo a un lado mi morral y me acomodo sobre mi cama. Me gustaría morir ahora, sin más, tal como el oficial de Chéjov que sin previo aviso muere con su abrigo puesto, pero lo más cercano a la muerte que consigo es el quedarme dormido. Por lo general no duermo cuando llego a casa, no sé por qué, pero el día de hoy simplemente me ha apetecido morir.

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