Hoy hablé mucho con mi abuela. Me contó de su vida, de sus miedos, de sus creencias. Me preguntó que si sabía orar, que qué quería estudiar, que qué pasó con la muchacha que me gustaba. Habló de cómo había sido su matrimonio, de cómo fueron mi mamá y mis tía cuando tenían mi edad, de cuando viajaba a Venezuela para comprar porcelanas que vender. «Ahora solo me queda esa» dijo «la del toro y el niño». Y yo quiero escribir de ella, contar su vida, decir que la quiero, también, pero sobretodo dejar un testimonio de quién fue Lucy Garzón. Hablar de mi abuelo, de la pelea, de cuando ella llegó a Bogotá, de cuando le pasaron milagros increíbles, de esa vez en que casi se ahoga, de su bisabuela la espía, de su blusa de flores, y de sus ganas de romper sus pasaportes. De la tristeza que la nubla y la acongoja cuando está sola o cuando escucha las noticias, de su risa cuando juega con mi hermana y conmigo, de sus manos gélidas, de su entereza, de su fe ciega, del carácter que tiene cuando habla de la muerte, y del temor que yo sé que en realidad oculta sobre el día en que llegue su hora.
Quiero hablar de mi abuela, pero no soy capaz. Siento que no sería un retrato justo, uno completo. Camino hasta su habitación ahora, a las 10.02, mientras escribo esto, para despedirme. «Hasta mañana, abuelita» le susurro. Ella se despierta un poco sobresaltada, se había quedado dormida viendo televisión. «Hasta mañana mijo» me dice «que pase buena noche». Salgo de su habitación y pienso en cómo estaba: las paredes azules por el brillo de la pantalla, las sábanas color índigo, todo un poco oceánico. Ella es así: un ser soleado, cálido, amable, pero tan azul a la vez, tan melancólica, tan eternamente otoñal.
A vece creo que me parezco mucho a ella, los dos acogedores, los dos muy tristes. «La procesión se lleva por dentro» me dijo algún día, y no sé si me consoló o me entristeció, si me sentí más solo o más entendido, más mártir o más vivo.
«¿Qué haces, gordo? Me pregunta mi hermana, mientras leo confundido lo que he escrito hasta ahora. Y entonces siento una procesión de domingo de ramos con llovizna atravesándome el pecho, con sus llantos y sus vítores y sus tristezas y su caminar de muchedumbre apesadumbrada.
«Escribiendo», le digo.