Hoy, por primera vez desde que comenzó la cuarentena, fui consciente del día que era: domingo.
No porque me lo dijera el calendario, ni porque supiera la fecha ni por nada en particular; es solo que los domingos tienen una esencia muy marcada. Sí, quizá sean solo algunos, incluso puede que solo yo lo perciba así, pero creo que los domingos son días principalmente tristes.
Los domingos tienen un algo de inminentes, de interminables, de inescapables que me aterra, aún más en esta cuarentena en la que todo es tan claustrofóbico.
Los domingos son días de ese color que junta el gris y el azul celeste, una película de super 8 con Lo-Fi de fondo, una golondrina perdida y un pocillo de tinto frío en la mañana o en la noche.
Los domingos no son días de descanso, son días cansados, días en los que las tareas y las preocupaciones y todo lo que pasó y pasará y las cobijas se arrastran agarradas de nuestros talones, rendidas, blanquecinas.
Los domingos son esas plantas de casa que son de un verde pálido, no claro, pero pálido. Son portalapices sucios, son atardeceres fugaces pero tardes inacabables, son ceniceros.
Los domingos son un horario tardío, son lloviznas, son calles mojadas y cielos ni vivos ni muertos.
Los domingos son días que no están ni vivos ni muertos.
En fin, hoy fue domingo.