Son las 10.40 de la noche, el bombillo de la lámpara está roto.
Escribo. La pantana luz de la acera se cuela por la ventana. Abajo,
un hombre alto empuja la silla de ruedas de un viejo. La paredes de todos los edificios son verdes como los fantasmas del mar. Las luces de los faros escupen algas a las sombras. La calle entera es una rama de pino en la noche.
En mi habitación hay un par de pilas en el suelo, un saco, los cristales del vidrio roto. Son las 10.59 de la noche.
Escribo. Saco un revólver de la caneca. Me lo meto en la boca. Repican las campanas. Aprieto el gatillo.
De mi boca sale tanto humo que mi cabeza parece una nube de tormenta. Un niño entra en mi habitación. No ha vivido nada, pero está tan viejo ya que sus hombros han crecido, sus piernas están juntas, sus brazos igual. Es un niño con la forma de un ataúd.
El silencio es tan frágil, que es como si una madeja de lana se hubiera enrollado al rededor de cada pata de la cama, de pared a pared en mi cuarto, rodeando cada edificio de la calle, que es una rama de pino en la noche. Pero nadie corta el hilo. Pesa el silencio. Nos atrapa como una telaraña.
Escribo. Quisiera rezar, pero solo escribo. Es lo que mejor hago.
Escribo. Así espero salvarme.
Son las 11.25 de la noche, el bombillo de la lámpara sigue roto.