Miro a la venta. Se me enfría el chocolate en la mano, mientras escudriño con la mirada el vidrio del otro lado del cuarto. No tardan mucho en caer las primeras gotas. Caen tristes, como resignadas a su pesadez, entregadas al vacío, como muertas durante la caída.
Caen las gotas sobre la ventana y me recuerdan a un piano, un taxi, un vestido y un hidrante.
Y de pronto no sé qué es lo que quiero. No sé si escribir, no sé si olvidarme de todo y echarme a dormir, no sé si llorar un rato, acaso, puede aliviar.
Me siento vacío, atorado en este cuarto, con un chocolate frío y una ventana mojada, y una madeja de imágenes y de recuerdos enmarañada entre mis brazos y mis piernas y mis manos. Y me siento triste, resignado. Muerto.
Y no sé si yo también me estaré cayendo desde un cielo inacabable, queriendo reventarme, hacerme uno con los charco, deshacerme. O sin querer ya nada.
Como una gota de lluvia.