Camilo andaba con su hermana y su perro por entre los árboles del humedal cuando comenzó a gritar.
– Mierda – dijo – se me metió un bicho al ojo.
Comenzó a refregarse los ojos con fuerza, repasando con el dorso de su pulgar derecho los párpados cerrados, intentando empujar el insecto atropellado hacia un extremo del ojo. Su hermana, que cargaba una tula con una cantimplora llena de agua, le regaba chorritos sobre el rostro para que intentara lavarse mejor.
– Me arde mucho – decía Camilo, a lo que su hermana respondía diciéndole que aunque esa sensación era horrible, ya pasaría. Pero no fue así.
Al volver de su paseo, Camilo se dirigió al baño para seguir echándose agua en el ojo, en tanto que su hermana fue a la habitación de sus padres para comentarle a su madre lo que pasó.
– ¿Cómo que se le metió un bicho en el ojo? – le espetó Adriana – ¿Tú es que eres boba, o qué, Laura?
Laura nunca se había llevado bien con su madre. Bueno, hubo un tiempo en que sí, hasta que nació Camilo. Su hermano era el favorito de su mamá, eso era obvio: siempre recibía los mejores regalos de navidad, era al que acompañaban a las citas médicas aunque ya estuviera «suficientemente grande», como solía recriminarle Laura a su madre, y era al que Adriana siempre le preguntaba sobre lo que quería estudiar, haciéndole costosísimas propuestas de ir a hacer la universidad en el extranjero. Su padre, en cambio, sí la quería; de hecho sospechaba desde la última navidad que la quería más que a Camilo, o que al menos intentaba plantarle cara al favoritismo de Adriana. En la entrega de regalos, su madre le había dado una taza para que «te hagas de esos tecitos que ayudan a bajar de peso», mientras que a su hermano le obsequió los Airpods que tanto le había negado su padre a lo largo del año. Después de que el chico le agradeciera a mamá por ese «detallazo», el padre se puso en pie y llevándose una mano a la oreja, como si tuviera un audífono, comenzó a decir «Mhm, me dicen de cabina que también tienen un regalo para Lau… Sí, sí… ajá…» caminaba por la sala, como mirando por todas partes, mientras seguí con su mímica de presentador sobreactuado. «Ajá, sí… ¡ah, ya lo veo!», entonces corrió uno de los sillones de la sala, dejando al descubierto una gran caja envuelta en un papel de regalo morado muy llamativo. La joven saltó de la emoción y se prendió del cuello de su padre como si fuera otra vez una chiquilla de nueve años en vez de una de diecinueve. «Ve y lo abres» le susurró su padre al oído, y no acabada la frase Laura ya arrancaba pedazos de papel morado como si fueran monedas de una fuente. Así fue cómo, rasgada tras rasgada fue apareciendo la imagen impresa de un computador portátil nuevo, junto con un libro y un juego de esferos. «Te lo mereces, princesa» le había dicho su padre, pero eso ella no lo escuchó, concentrada como estaba en la mirada de desaprovación con que su madre la miraba, mientras abrazaba a su hijo y le pasaba con ternura la mano sobre los cabellos.
Tres veces golpeó Adriana la puerta del baño, pero la única respuesta que le llegaba era el chorro del grifo que corría con frenesí y algún que otro jadeo del muchacho que intentaba con todas sus ganas remover el – ojalá muerto – cuerpo del insecto de su ojo.
– Cami, chiquito, ten cuidado de no refregarte muy duro, ¿bueno?, no te vayas a dañar los ojitos.
La mujer miraba la puerta con una impotencia eterna, como si le hubieran arrancado algo vital y no encontrara la forma de recuperarlo. Su mirada triste y angustiada le recordaba a Laura la imagen de su perro cuando quería comida. Su perro, esa también había sido una victoria de su padre.
Cuando era más pequeña y el desdén que más adelante le profesaría su madre apenas era un recelo incómodo, acompañó a su padre a visitar a un amigo. La velada fue muy tranquila: recordaba cómo su padre reía a carcajadas con el otro hombre, un tipo delgado, de cabellos y barba blanca que no debía tener más de unos cincuenta años. Su nombre era Ricardo. Recordaba haber almorzado con ellos, haber jugado con unos carritos de colección que guardaba el amigo de su padre y luego haber recibido una camioneta miniatura anaranjada antes de que Ricardo se despidiera de su padre. A la semana siguiente, cuando volvió a acompañar a su papá a la casa de «Ricky» este la recibió en el porche de la casa con ambas manos tras la espalda.
– Nena – le dijo con un tono fuerte pero amigable – ¿te acuerdas de lo que te regalé la otra vez?»
– Sí – respondió ella enérgica, pensando que así le regalarían otro carrito.
– ¡Pues hoy te tengo algo mejor! ¡a la una… a las dos… y a las tres!
Entonces Ricky pasó adelante las manos y dejó con cuidado en el suelo a un cachorrito negro y blanco, que fue dando tiernos tropiezos al encuentro con la niña. Laura no daba de la emoción. «Nena, tienes el mejor papá del mundo» le había dicho «Ricky» mientras ella acariciaba al cachorro. «No lo olvides.»
Desde ese día, el perro y ella se volvieron cómplices para todo, y aunque su madre detestaba al cachorro, su padre siempre salía a defenderlo como si se tratara de otro hijo. Irónicamente, ella nunca más volvió a saber de Ricky, o no lo recordaba, pero la imagen de su padre abrazando a ese amigo o enseñándole a hacer trucos al perrito nunca se fue.
– ¡Laura! – la llamó su madre – Ve por mi pinzas al baño a ver si toca sacarle algo a Cami. ¡Corriendo!
Laura se apuró a salir de su ensimismamiento y se fue al baño de su madre, que estaba casi vacío, apenas con frascos de cremas femeninas y toallas higiénicas. Estuvo rebuscando entre los cajones de todas partes, pero no encontraba las benditas pinzas. Pasaron varios minutos hasta que su madre llegó al baño hecha una furia.
– ¡Dios mío, Laura! ¿en dónde tienes la cabeza hoy? – abrió el primer cajón de un mueble el baño y extrajo las pinzas, que a propósito saltaban a la vista. Entonces, una rabia incontenible se apoderó de Laura, una rabia que llevaba varios años gestándose y que durante los últimos meses había venido estando a flor de piel, pero que se había mantenido controlada hasta este momento. Todos los recuerdos de su padre, de su hermano y de su madre se le venían encima ahora, como una tormenta inclemente, y hacían de su cabeza un torbellino inconexo de rabia y de injusticias apiladas.
– ¡¿Para qué me pide que le haga favores si luego me va a tratar como una mierda?! – le espetó a Adriana, que detuvo su carrera devuelta al baño de la sala y se devolvió a enfrentar a su hija.
– ¿Cómo me está hablando, Laura?
– Así como me oye, mamá…
– No – La interrumpió Adriana – ninguna mamá. Usted o le baja al tonito con el que me está hablando o olvídese que tiene mamá. China desagradecida.
– ¿Desagradecida yo? – Respondió Laura con la voz entrecortada – desagradecida usted que hace como si solo tuviera un hijo. Con razón mi papá ya no vive con nosotras.
La habitación se quedó en silencio. Entonces Adriana levantó la mano como para abofetear a su hija, pero el golpe se quedó a medio camino, indeciso, levitando estático sobre el aire.
– A ver, pégueme.
Adriana la miró. Estaba confundida, molesta, dolida. Entonces la mano recuperó su impulso y resonó por el cuarto con un eco efímero, como el que hacen las familias cuando se rompen. Entonces la habitación retornó a aquel silencio sepulcral de antes. Las dos mujeres mirándose con rabia, una con la mano en la mejilla. A lo lejos llegó el sonido de un motor de carro que se apaga, seguido por unos pasos y luego el tintinear de unas llaves. Entonces, la puerta de la casa se abrió y se cerró.
– Le voy a decir a mi papá. – Dijo Laura con una seguridad desafiante. Ahora sí préparese porque…
– Laura yo no entiendo tú por qué no entiendes que…
– ¡A mí no me interrumpa Adriana! – Ahora era ella, la hija, la que mandaba en la discusión. O eso creía. – Con permiso.
La joven salió del cuarto hecha una fiera, en busca de su padre para contarle que su mamá le había pegado, pero al llegar a la sala se encontró a Ricardo aplastado e un sofá viendo las noticias. No había cambiado desde que lo recordaba.
– Hola Lau – Le dijo con amabilidad – Escuché que estabas discutiendo con tu mamá y no quise interrumpirlas. ¿Está todo bien?
– Sí – respondió ella. No esperaba encontrárselo, por lo que devolvió su mano a la mejilla, para que no se notara el cachete colorado que tenía. – Sí, solo… bobadas… Ricky, ¿tú de casualidad sabes si mi papá se demora en llegar? es que tengo que hablar urgente con él.
Ricardo se quedó observándola un momento. Entonces Laura escuchó los pasos de su madre andando por detrás de ella, luego la vio pasándole por el lado sin levantarle la mirada y finalmente la vio sentarse al lado de Ricky, que parecía confundido y apenas atinaba a tomar a Adriana de la mano.
– Laura, tu papá lleva ya casi un año muerto.
Seguramente su madre dijo algo más, pero no estaba segura. La veía mover su boca y cada cierto tiempo atinaba a asentir con la cabeza, intentando guardar la compostura para cuando llegara su padre. Entonces comenzó a recordar pequeños fragmentos de algo… ¿memorias, quizás? de su padre saliendo a conducir en una camioneta anaranjada una noche con mucha lluvia, su madre hablando con ella y con Camilo mientras lloraba en la mesa del comedor, los chicos yendo a comprar computadores con una plata que la mamá les había dado mientras ella averiguaba algo en un hospital, Ricardo vestido de negro, entregándole a un perro que llevaba el mismo nombre que su padre y que ahora ella no parecía recordar. Como otra bofetada llegaron luego las imágenes, como una película vista pero olvidada, de Ricky yendo a la casa más seguido, de Adriana preparándole una cama para que pasara unas noches, de los ruidos que hacía el hombre al pasarse de habitación durante la noche y luego de los jadeos que le llegaban minúsculos a Laura a través de las cobijas, acallados, profanos.
No se dio cuenta de cómo, pero acabó acuclillada al lado de un sofá de la cama, con la cabeza entre los brazos y el llanto corriéndole despacio por las mejillas ahora descoloradas. No supo tampoco cuánto tiempo pasó, pero cuando volvió a levantar la mirada solo pudo ver a Camilo sentado en frente de ella, con la espalda apoyada contra una pared y frunciendo el ceño, como intentando entender algo.
– ¿Qué te pasó, Lau?
– Nada, Cami – Respondió mientras se limpiaba las lágrimas. – Es que también se me metió un bicho al ojo.