Saqué a mi perro a pasear. Y mi perro cagó. Y mientras recogía la mierda comencé a pensar en lo que escribiría hoy. Y pensé en escribir acerca de mi perro y su mierda. Pero eso no me satisfacía. Entonces pensé en los temas coyunturales: la cuarentena, el virus, voy a hacer una crónica de cómo es salir de casa en plena pandemia, en cómo con mi tapabocas y mis guantes y mis chaquetas parezco más bien un sobreviviente de un apocalipsis nuclear que un muchacho recogiendo mierda y pensando en qué escribir esa noche. Y aunque me pareció que sería una buena manera de entretener a los demás, no quería. No me satisfacía. Más aún, prefería escribir sobre la mierda de mi perro.
No sé si a alguien más le pasa, pero siento que a veces tengo unos momentos de una extrema recepción, como si todo lo que ocurriera en el mundo lo estuviera recibiendo al mismo tiempo, pero de manera ordenada: las noticias me entran en fila por las orejas, los escritos y los libros dan una vuelta por la corteza frontal, los miedos entran por las tripas, en fin. Y ahí estaba yo, sosteniendo la mierda de mi perro en una bolsa que casi no puedo abrir, con una de esas picazones infernales que dan en el rostro cuando no nos podemos rascar, pensando en qué putas escribir en la noche, cuando tuve uno de esos momentos lúcidos. Y entonces me pareció percibirlo todo por un instante: las ideas, las palabras, las imágenes. Entonces todo se volvió poesía. Las luces de los semáforos rojos que se reflejaban en los Transmilenios, allá, al fondo de la avenida; las motos de la policía que pasaban por el barrio en parejas, paseando como motoristas enamorados; los ancianos que paseaban a los perros asustados, todos a un andén de distancia del mundo entero; los coros de ranas y de lechuzas en el humedal, las ramas empapadas, las calles solas, los charcos dormidos.
Ah, y la mierda de mi perro.