Estudio en escarlata

El vecino ha puesto flores rosadas en el balcón. Son de esas con pétalos grandes y que parecen bordados de cobijas. Son muy lindas, y el color del atardecer resalta sus contornos, hace que dancen ligeras sombras de flor en flor, les aviva los colores, como si las sonrojara.

El vecino ha puesto flores rosadas en el balcón, y yo las veo solo por un instante, muy rápido, antes de volver a entrar. Me queda esa imagen en la cabeza, no la dejo de ver, es como si me hubiera ensuciado los dedos con un resaltador color rosas. Sí, color rosas, porque una rosa no se puede reducir al color rosa. Las rosas siempre han sido mucho más que eso.

El vecino ha puesto flores rosadas en el balcón, y ellas bailan y se ríen y lanzan miradas a las demás plantas de los balcones cuando cae el sol. Pero en la noche tienen frío, como todos, y a veces no pueden dormir porque miran a la luna, y se ponen grises de la melancolía, y entienden que no deberían estar en el balcón del vecino, sino en algún prado muy abierto, de esos en los que siempre es de día, en donde puedan bailar y reír y sonrojarse mucho.

Amaneció, y el vecino ha encontrado a sus rosas cubiertas de una capa de nieve plateada, coloreadas de un púrpura marchito que apesta al dulzón de las rosas que se mueren. Y entonces las sacude un poco, y les limpia la escarcha de encima, y les habla de cerca y las pone al sol. Y las flores renacen, y la brisa rompe contra ellas como si fueran acantilados de vegetales riscos, y se ríen y aman a plenitud.

Y yo las veo desde mi ventana, en silencio, con cuidado de no molestarlas. Y mi cuarto apesta a un olor dulzón, y el piso está embarrado de tanto caminar sobre la nieve, y yo las miro y las miro entre las persianas.

Y me siento marchito.