Estoy muy cansado. Me pesan las manos. Siento cómo empujan la mesa que las sostiene, cómo pelean por dejarse morir, por dejar de escribir. Y yo me siento como viajando en un tren a gran velocidad cuando contemplo lo que pienso. Veo una mesa de plachar roja con las patas roídas por el óxido, como un toro lleno de garrapatas gordas, pienso en musgo, en plantas, en la lluvia. Pienso en la madera húmeda de los árboles de los humedales, pienso en los clavos que se habrán perdido tras las paredes que se repintan o que se refuerzan, pienso en el polvo y en el pasado, en lo que me molesta y no me molesto en cambiar de mí, pienso en lo incierto y ruidoso que es el mundo, en el pavimento oscuro de las carreteras que salen de la ciudad, pienso en la soledad y en la amargura que a veces me acechan y me hacen sentir viejo y cansado, pienso en Dios y en si será así. Pienso en si Dios alguna vez se sentirá solo. ¿Acaso nunca se recostará sobre una nube perfecta y se dará cuenta de que hasta las nubes navegan acompañadas por el reino de los cielos? ¿jamás le dirá su conciencia que lo que está haciendo puede no estar bien? ¿Si Dios siempre es bueno, entonces no tendrá una voz de conciencia que le dice lo que está bien o mal?
Curioso, la última vez que escuché acerca de alguien que no tenía esa vocecita moral que habla dentro de su cabeza se trataba de un nazi.
Hay días en que mi cabeza funciona como una máquina que se ha roto y cuyas piezas caen y ruedan por tubos y cables y lo enredan todo. Pero aquello no detiene a la máquina, solo la vuelve ilógica. Y pienso en lo temible que es la vejez, y lo asustador que resulta saberse solo en las noches, y en lo triste que es no poder escapar de mi cuerpo. Pero entonces escribo. No me ayuda, eso de escribir, no me ayuda. No me ayuda como ayuda a otros, guiándolos para encontrar su camino y entenderse a sí mismos. Me ayuda como ayuda a un borracho vomitar un buen par de veces: me desintoxica, pero no evitará que vuelva a beber.