De un armario, un libro, mi madre y algo más

Observo a mi alrededor, veo la el armario, la lámpara, el libro verde, las medias cortas. Pienso en lo extraño que es tener lo que tengo en mi cuarto. Saber que hay una infinidad de objetos y que todos tienen su historia particular, y todas las conozco yo, al menos una parte. La cama, el piano, los esferos, las galletas, el portalapices. El portalices lo hizo mi mamá. Le gusta reutilizar frascos vacíos, y tras quitar las etiquetas de un tarro para chocolate en polvo consiguió una especie de caneca miniatura, en la que ahora hay portaminas y marcadores y separadores y las manos de mi madre.

Es curioso cómo podemos recoger el rastro de los objetos, de tantísimos, y recordarlos tan bien. Veo el libro rosado que leí a los once años, la camisa que compré para pasar año nuevo con un amigo en Santa Marta, el saco con la cara barroca de Santa Claus que compré porque costaba seis dólares en navidad, la última libreta que conseguí, a pesar de que tengo otras seis juzgándome desde lo alto del armario, mientras se mueren de hambre sus tripas blancas.

Me pregunto cómo, a qué hora, memorizamos y creamos tantas vivencias como para volver en el tiempo con cada objeto. Es más, cuánto hemos vivido para haber vivido tanto que hemos vivido. Una puta vida muy larga, fraccionada, guardada con cuidado como si estuviera hecha de herramientas de cirugía, que solo pedimos a los enfermeros cuando tenemos que operar. O cuando vemos el armario, la lámpara, el libro verde. O cuando veo a mi madre.

Bueno, ya está.

Y me llevo mi mano, que tanto escribe y habla.

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