Hay un pozo de piedras pulidas y claras en medio de un gran valle lleno de cráteres imperfectos. En las noches – en algunas, la mayoría – voy allá, con una pala en la mano y un balde con agua fría y blanquecina, como la de los riachuelos muy aparatosos. Al llegar, riego el líquido en la tierra que hay cerca del pozo, y una vez esta se ha ablandado comienzo a cavar, al principio en calma, con un ritmo marcado, firme. Aproximadamente media hora después, acelero, me irrito, miro a mi alrededor, observando todos los agujero que ya he cavado, y me espanta la posibilidad de no acabar nunca de cavar. Es irónico eso de cavar un agujero para tapar otro.
No estoy abriendo heridas en la tierra en busca de algo, como sé que puede parecer. Todo lo contrario, estoy intentando llenar el pozo que hay en el centro. Cada arremetida contra la tierra viene acompañada de un trasplante de materia de un hueco a otro, aunque a veces parece que el pozo no se va a llenar jamás.
No puedo estar en paz durante el día, y me cuesta conciliar el sueño en la noche, sabiendo que ese hueco está vacío y no he encontrado la manera de llenarlo. He arrojado poemas a sus empedradas tripas, así como libros, amigos, mujeres y botellas de ron y de vino, pero ni siquiera el eco de la caída me responde. He arrojado baldados de lágrimas, lienzos, partituras, amantes y bolsas de cuero con monedas hacia él. He dejado caer con rabia mi ropa, mi piano, teléfono y pequeñas esmeraldas de esperanza que me cuesta encontrar cuando cavo la tierra. Tierra. Al fin me decidí por llenar ese pozo de tierra, de estiércol, de grava, de gusanos.
Cuando completo una hora de trabajo y mis ojos apenas logran ver por encima del nivel del prado, me rindo, y me acerco al pozo para ver si ya se ha llenado un poco. Pero nunca se llena. No diviso una partícula de tierra al fondo, el soplido de algún sueño que me devuelva el subsuelo, algún resplandor de las gemas que he arrojado. Nada. Y es entonces que recuerdo la manta que me regaló mi mamá. Es una cobija larga, rosada y con bordados de flores y diamantes blancos que la decoran toda. Era de ella cuando era pequeña y la guardó toda su vida, y ahora es mía. Pienso en aquella manta lo suficientemente larga para cubrirme entero como un capullo, y me imagino extendiéndola sobre el pozo, con unas piedras haciéndole peso para que no se arrugue, ocultándolo por un rato, acallando su sonido tan completo, tan inquebrantable, tan asfixiante. Y entonces pienso en lo lindo que sería acostarme sobre esa cobija, y arroparme como un bebé, y volver a ser un bebé, es más, que mi madre vuelva a ser una bebé, que el mundo se devuelva, se contorsione como un baile hecho de fin a principio, como una cinta que corre hacia atrás, como un reloj que se muerde la cola. Quiero que los árboles se llevan las manos al pecho y se reduzcan como la serpiente indias que salen y vuelven a sus jarrones de barro, que los salmones escapen de las garras de los osos y bajen montaña abajo hasta llegar al mar, y que vuelvan a ser huevos, y que vuelvan, y vuelvan, y vuelvan.
Cómo quisiera que este mundo volviera a empezar, se volviera pequeño de nuevo y nos dejara parar un momento en la línea de partida. Que no diera la salida, ni hoy ni mañana sino en un millón de años, o bueno, en diez minutos. Con diez minutos me basta. Diez minutos para que nos podamos ver las manos, para que podamos escuchar nuestras respiraciones, nuestras voces, los latidos de nuestro pecho. Quisiera hacerme un ovillo en esa cobija, refugiarme entre sus pliegues, nadar entre sus telas, abrazarme a su confort maternal. Me encantaría quedarme ahí, diez minutos, imaginando cómo el mundo vuelve a nacer. Pero la cobija no soportaría tanto, y se me caería al pozo, y me iría yo con ella.
Y si me voy yo con la cobija, ¿quién va a tapar el pozo?