Conduje toda la noche, como hasta las dos o tres de la mañana, llorando inconsolable. Una vez escuché en las noticias a una mujer que hablaba de la muerte de su hijo. Decía que estaba inconsolable. Me gusta esa palabra. Así me sentí.
Anduve a toda velocidad hasta que salí de la ciudad. La carretera era larga y lisa y el cielo estaba de un tono negro muy oscuro en lo más alto y púrpura en el horizonte. No había señales por ningún lado, excepto por una valla que decía ‘Usted está entrando a la ruta de los colores secundarios’.
Estacioné en un pequeño risco-estaba ahora en el desierto- y me bajé del carro mareado, con náuseas y perdido. Me senté sobre el capó y miré alrededor. Miré el cielo. No quiero seguir solo. A veces pienso en la gente que se ama, que se besa y que tiene ese lenguaje aparte que se inventan los enamorados. Pienso en los amigos, en las charlas, en las fiestas; en las confidencias. Quizás el mundo no está hecho para mí. Quizás el mundo no está hecho para solitarios.
Lloro -o lloré- desconsolable, sobre el capó de un carro, solo. En la ruta de los colores secundarios, no tengo ni idea de quién soy.