Todo pasa muy rápido. La música que sonaba en mi celular se ve interrumpida por un tono de llamada, y como olvidando lo bohemio de la situación en la que estoy me volteo, intentando descifrar el nombre del contacto que me llama. Al girarme, pierdo el apoyo de mi pie derecho, que resbala con fuerza hacia el vacío. Caigo sentado sobre el borde de la ventana y mi torso se va impulsado con mi pierna. Me alcanzo a agarrar del borde con mi mano izquierda, y mi pierna hace lo posible por hacer de ancla y detenerme, pero tengo medio cuerpo por fuera, como una especie de hamaca humana.
Todo lo bello y lo estético que hay en un suicidio ya lo estropeé, pero no puedo morir sin contestar esa llamada, o al menos sin saber quién la hace. Contar a aquella persona que fue gracias a ella que no me suicidé, o mejor aún, poder imaginar durante la caída lo que pensará aquella persona durante mi funeral – si es que hay tal cosa – sabiendo que fue el último ser humano con el que hablé antes de saltar.
Me aferro como mejor puedo. El celular continúa vibrando y el tono suena y suena, más de lo que una llamada normal duraría. Tengo que saber quién es. Mi pierna izquierda también resbala pero este cambio de equilibrio me permite agarrar el borde de la ventana con mis dos manos. Me duelen los bíceps, siento cómo el músculo se alarga, se rompe, como cuando se ejercita. Vaya que es bizarro.