Te extraño.
Esas son las dos palabras más inútiles que se pueden conjugar en el idioma español.
Y sin embargo, las recitaré una y otra vez en tu nombre, porque te extraño.
La noche se postra gélida sobre mí, pero no hago nada por detenerla. No hay forma de hacerlo, para ser honesto. Mi corazón duele y una imágen de tus ojos me persigue, me acorrala, me atormenta; a dentelladas me arranca el alma del cuerpo, con la sutileza propia del desamor, y me devoran los recuerdos que escapan de los féretros en que estaban confinados.
La noche es fría y amarga, y ni la peor ventisca ni el peor trago podrán cambiar sus cualidades. No duermo, pues no soporto el despertar sin tí, ni sonrío, porque mi alegría está reservada bajo tu apellido, ni lloro, porque mis poemas han salido de tu puño y letra, ni muero, porque no tengo el valor de morirte.
Solo me queda sentarme, adormecido en tequila y ebrio de nuestro pasado, a escribir con tristeza las palabras de siempre, como un autómata, esperando a que en algún momento, como por arte de magia, la magia se haga.
Sé que es iluso pensarlo, y una cicatriz que atraviesa mi pecho me recuerda que a la vida no se le puede retar a ser injusta, y sé que los sueños se olvidan en la mañana, y sé que las palabras se marchan en la noche, y sé que tu río no se detiene porque el mío se haya estancado, y sé que tu corazón latirá al compás del de otro enamorado, y sé que tu nombre en cada capa de mi corazón estará marcado, diosa del Dorado, y aclamado por cada pecado que he cometido seguirá siendo, porque quiero yo ser tu amado, tu cobijado, tu pupilo, tu seguidor, tu salvador y tu salvado.
Pero sé que los caminos de árboles grises los andaré sólo,
como ya yo los he andado,
para llegar a un destino solo e idiota,
o enamorado,
y con la mirada extraviada, como la de un extraño extrañado,
me romperé entre sollozos,
y escribiré que te extraño.