Cae el sol sobre la ciudad, como una bola de magma que un herrero enfriase en un barril de agua fría, liberando el vapor que son las nubes que lo acompañan.
Un muchacho camina por una avenida ancha y fría, con la mirada puesta en el horizonte, el naranja resplandeciendo en su pupila.
Mira el sol, pero no lo ve ya. Ahora ve un bosque de arces altos y uno que otro claro. Ve también a una mujer, y aunque no lo recuerda bien, sabe que la amó.
Arriba, un tono lila germina de la semilla dorada que es el sol, y el muchacho tiene una ocurrencia brillante. Así ha de ser el cielo para una flor.
Entonces, se escucha el sonido omnipresente de una nota desafinada de violín. Y un ecuánime tono anaranjado lo cubre todo.
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